En los últimos días hemos visto desfilar, como anualmente lo hacen, a mandatarios de diferentes países del mundo en la Asamblea General de las Naciones Unidas, con discursos de los más largos e intrascendentes hasta los más cortos y efusivos. Contrapunteos discursivos procapitalistas y anticapitalistas, con protagonistas hegemónicos como Donald Trump, y revulsivos como Gustavo Petro. No faltaron los discursos intrascendentes, como el de nuestra tristemente célebre Dina Boluarte. Cada comitiva presidencial acude con una delegación que implica un gasto millonario por parte de cada Estado. Para nuestros escuálidos presupuestos tercermundistas, resulta un lujo y un gasto innecesario acudir a este tipo de eventos que supuestamente resuelven los problemas del mundo.
Hace cinco años, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se paró frente a la Asamblea General de las Naciones Unidas y pronunció un discurso que, más que una intervención diplomática, fue una provocación al statu quo. Con tono directo y apelando a la lógica del presente, Bukele cuestionó la vigencia del formato tradicional de la ONU, propuso una reformulación digital de sus mecanismos de participación, y advirtió que, si no se adaptaba, corría el riesgo de convertirse en una institución irrelevante. ¿Por qué, entonces, ese llamado fue ignorado?
El mundo cambió, pero la ONU no.
Bukele no habló como jefe de Estado, sino como usuario del siglo XXI. Señaló que más personas verían su discurso en redes sociales que en la sala de la Asamblea. Propuso plataformas digitales para que los ciudadanos del mundo participen directamente, concursos globales de ideas, y una descentralización del poder simbólico que aún reside en Nueva York. En otras palabras, pidió que la ONU se democratice tecnológicamente.
Pero la ONU no respondió. No hubo reformas, ni siquiera un debate público sobre sus propuestas. ¿Por qué?
Las barreras del cambio
- Inercia institucional: La ONU es una maquinaria pesada, con protocolos, tradiciones y jerarquías que se resisten al cambio. Reformar su estructura implica tocar intereses diplomáticos, presupuestarios y simbólicos que pocos están dispuestos a ceder.
- Temor a la desintermediación: La propuesta de Bukele implica que los ciudadanos puedan representar sus voces sin pasar por los Estados. Para muchos gobiernos, esto es una amenaza: perder el monopolio de la representación internacional.
- Desconfianza en lo digital: Aunque la tecnología permite participación masiva, también plantea riesgos: manipulación de datos, desinformación, exclusión digital. La ONU, al ser garante de consensos globales, teme que la apertura digital erosione su legitimidad.
- Falta de presión política: Las ideas de Bukele no fueron acompañadas por una coalición de países que exigiera reformas. Sin presión multilateral, las propuestas se diluyen en el archivo de discursos inspiradores pero inofensivos.
¿Y si Bukele tenía razón?
Hoy, en 2025, muchas de sus predicciones se han cumplido. Las redes sociales son más influyentes que los discursos oficiales. Los jóvenes no ven televisión en vivo ni leen periódicos impresos. Las revoluciones se gestan en TikTok, no en salones diplomáticos. Y la ONU sigue reuniéndose como hace 74 años, mientras el mundo se transforma a velocidad de algoritmo.
¿No es hora de preguntarnos si la irrelevancia institucional es también una forma de violencia simbólica? ¿No es hora de abrir la caja de Pandora de la creatividad colectiva, como él sugirió, y permitir que miles de millones de cerebros conectados piensen soluciones que los diplomáticos no han podido imaginar?
Reflexión final:
Bukele no pidió destruir la ONU. Pidió salvarla. Pero para salvarla, hay que dejar de pensar como en el siglo XX. La pregunta no es si sus ideas eran disruptivas. La pregunta es por qué seguimos ignorando lo evidente: que el mundo ya cambió, y que la ONU, si quiere seguir siendo relevante, debe cambiar también.
JCR

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