Hay lugares que no figuran en los mapas, pero laten en las palabras. Macondos que no son geografía, sino pulsos de resistencia, donde la memoria se niega a morir y la realidad se mezcla con la bruma, el humo, el barro, los títeres y los trenes que ya no pasan. En estos territorios, la historia no se escribe en mármol, sino en carteles pintados a mano, en relojes detenidos, en pescadores que se niegan a industrializar el mar, en niños que hacen teatro para salvar su barrio, en ciudades que devoran pueblos pero no logran borrar sus leyendas.
Desde España, Jorge Pérez de Mata nos lleva por El río de lo que fuimos, una ciudad que respira a través de sus fantasmas, donde cada adoquín guarda un suspiro y cada sombra es un guardián de la historia. No hay nostalgia, hay presencia. La memoria no es pasado, es sustancia viva que se mezcla con el aire y nos recuerda que lo perdido aún nos habita.
En Perú, Fernando Fort Luna nos presenta a Enrique, un niño que barre su calle con la esperanza de que el mundo lo escuche. Titereteando con Enrique por su medio ambiente no es solo una crónica de lucha vecinal, es una epopeya silenciosa donde los títeres son armas de conciencia y los parques se convierten en trincheras contra la indiferencia. Enrique no espera milagros: los fabrica con cartón, con ternura, con convicción.
Eddy Yncio, en Chinkasqa, nos sumerge en un viaje que se desdobla en tiempo y espacio. El camino se bifurca, la radio enmudece, los relojes se detienen. Es el Perú profundo, donde la carretera se convierte en trocha y la realidad se transforma en misterio. Allí, la familia no solo se traslada: se transmuta, se enfrenta al desvío de los siglos, se convierte en testigo de lo inexplicable.
Juan Antonio Álvarez Gavidia nos entrega El último pescador, una elegía por la pesca artesanal, por el mar como sustento y como poesía. El narrador se aferra a la memoria de su padre, a los robalos, a los pelícanos, a la brisa que ya no canta. La modernidad llega como una plaga, como una fábrica que tiñe el cielo, como una promesa que devora. Pero aún queda el mar, y aún queda quien lo escuche.
Desde Argentina, Martín Troncoso nos lanza La resistencia del Macondo devorado, donde el barrio de Flores se convierte en un Macondo sitiado por el progreso. Las minas iluminan las esquinas, los poetas se refugian en cafés que ya no existen, y los pactos fundacionales se pierden entre franquicias y placas robadas. Pero la leyenda persiste, y el caos urbano no logra borrar la magia que aún se filtra entre los adoquines.
Estos cinco relatos, escritos desde distintas coordenadas pero con un mismo pulso, nos recuerdan que el mundo no se divide entre centro y periferia, sino entre quienes recuerdan y quienes olvidan. Que la resistencia no siempre se grita: a veces se susurra, se dibuja, se canta, se representa con títeres, se pesca con redes viejas, se camina por calles que ya no existen.
Porque mientras haya alguien que narre, que se niegue a decir que no, que transforme el dolor en relato, el Macondo resistirá. Aunque sea en una estación abandonada, en una loza deportiva, en un cartel quemado, en un río de niebla, en un barrio devorado. Aunque sea en la voz de un niño que aún cree que el mundo puede cambiar si todos lo soñamos juntos.
Y ese sueño, como bien sabemos, no tiene fecha de vencimiento.
Como epílogo e hilo conductor de todo este concurso, que más que un concurso es un CURSO de aprendizajes literarios y de realismo mágico, no nos olvidamos del moderador que hace énfasis en el milagro de Robert Prevost, el Papa León XIV, con cada uno de los concursantes, manteniendo la alegría más allá de las tristezas y lagrimitas que prueban que la inteligencia emocional y espiritual está por encima de la tan usada inteligencia artificial.
UDI/FUNHI/JCR

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