En el Perú de octubre, cuando el incienso del Señor de los Milagros aún intenta purificar las calles, cuando los santos caminan invisibles entre los fieles, ocurrió lo impensable: Agua Marina, esa agrupación que canta con el alma del pueblo, fue atacada por el demonio de la violencia. No fue una balacera. Fue una profanación. Un atentado contra la alegría.
El escenario, en el Círculo Militar de Chorrillos, se convirtió en altar profanado. Mientras los músicos tocaban “Corazón Partido”, una ráfaga de disparos —como si el mismísimo diablo hubiera afinado una metralleta— cortó la música, la esperanza, la noche. Manuel y Lucho Quiroga, fundadores de la agrupación, cayeron heridos. William Ruiz, César More, Lucho Granda… todos alcanzados por balas que no distinguen entre artistas y soldados, entre vida y espectáculo.
Dicen que el sonido quedó grabado. Que, al reproducirlo, se escucha no solo el estruendo de las balas, sino también el grito de los santos que intentaron detenerlas. Que el Señor de los Milagros, desde su anda, giró la mirada hacia Chorrillos y lloró. Porque ni Él pudo evitar que el Perú se desangrara otra vez.
Y mientras los músicos eran trasladados al hospital, mientras el público corría como si el Apocalipsis hubiera llegado en moto lineal, los verdaderos culpables —los que gobiernan desde la sombra, los que pactan con el hampa, los que se esconden tras discursos vacíos— seguían en sus tronos de indiferencia.
¿Dónde está la seguridad? ¿Dónde está la gobernabilidad? ¿Dónde está la dignidad?
La presidenta no dice ni pio. La policía activó un “Plan Cerco” que parece más un ritual de impotencia que una estrategia efectiva. Y el pueblo, ese que canta con Agua Marina, ese que baila para olvidar el hambre y la tristeza, se quedó con el alma partida.
Este no fue un ataque a una orquesta. Fue un ataque al Perú que aún cree en la música como medicina. Fue un intento de asesinato a la esperanza. Y si los culpables no son encontrados, si este crimen queda impune, entonces que se sepa: el país ha sido entregado a los demonios.
El Perú está en cuidados intensivos. Y necesita cirugía mayor.
La solución ya no cabe en discursos ni promesas. Es hora de que quienes gobiernan —o simulan hacerlo— se retiren. Que la presidenta renuncie. Que su gabinete se disuelva. Que el Congreso, cómplice por omisión, se disuelva también. Que las Fuerzas Armadas, guardianes de lo que queda de institucionalidad, tomen el control transitorio y nos conduzcan a elecciones limpias, urgentes, reales, dentro de los próximos meses.
Y que los responsables del atentado sean juzgados con el peso de la ley. Que no haya beneficios, ni atenuantes, ni tecnicismos. Que se pudran en una cárcel sin luz. O que enfrenten el paredón, si la justicia aún tiene rostro.
Porque esto no se puede soportar más. Porque los delincuentes viven del trabajo ajeno, extorsionan, chantajean, disparan y se van como si nada. Porque hoy fue Agua Marina, pero mañana puede ser cualquier peruano que se atreva a cantar, a vivir, a resistir.
Fuerza, hermanos de Agua Marina. Que el dolor se convierta en himno. Que la justicia no tarde. Que el país despierte antes de que el último acorde se apague.
UDI/VTV

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