En la tierra de Cajamarca, donde la neblina abraza los cerros y la historia se escribe con sangre y dignidad, nació un hombre que no fue solo soldado, sino símbolo. Rafael Hoyos Rubio, hijo de Orestes y Victoria, vino al mundo el 8 de enero de 1924, como si el destino ya le hubiese asignado una misión: custodiar la patria, incomodar a los corruptos, y dejar huella en cada paso de su marcha.
Desde sus primeros años, el joven Rafael caminó entre aulas y adoquines cajamarquinos, hasta que en 1942, con el fervor de quien no espera la gloria sino la entrega, ingresó al Ejército como soldado voluntario. Dos años después, egresó como Subteniente de Infantería, y comenzó una carrera que sería más que militar: sería mítica.
Estudió táctica en Panamá, infantería avanzada en Fort Benning, y recorrió las guarniciones del Perú como maestro, estratega y líder. Fue agregado militar en Chile, Ministro de Alimentación en tiempos de Velasco, y Comandante General del Ejército en los años más convulsos de nuestra historia. Su vida fue una sinfonía de grados, misiones y decisiones que lo llevaron a la cima del poder castrense.
Pero su legado no se mide en medallas, se mide en gestos, en silencios, en la forma en que incomodó a quienes temen la verdad. Se dice que fue él quien despertó a Belaúnde en la madrugada del golpe de Estado, con una patada simbólica que no era agresión, sino urgencia. Se dice también que fue fiel a Velasco, que compartía su visión de una patria soberana, incluso al borde de la guerra con Chile.
En 1981, lideró las operaciones en la Cordillera del Cóndor, en el conflicto del Falso Paquisha. Allí, por primera vez en la región, se usó el asalto helitransportado. Y allí, el Perú venció. Pero la victoria no fue suficiente para calmar las aguas turbias de la geopolítica.
El 5 de junio de ese mismo año, mientras realizaba una visita de comando, el helicóptero que lo transportaba cayó. Junto a él murió el Mayor Alfredo Maúrtua. La versión oficial habló de accidente. La historia, sin embargo, susurra otra cosa. En tres meses murieron también Jaime Roldós de Ecuador y Omar Torrijos de Panamá. ¿Coincidencia? ¿Conspiración? ¿Castigo por pensar en grande?
Hoyos Rubio iba a ser presidente. Lo sabían sus hombres, lo temían sus enemigos. Su pensamiento nacionalista, su lealtad a la soberanía, su incomodidad para los corruptos, lo hacían peligroso para quienes prefieren la sumisión. Su muerte fue un corte abrupto en la partitura de la historia.
Pero su nombre no se ha borrado. Vive en el Fuerte del Rímac, en una avenida de Cajamarca, en el Colegio Militar que lleva su nombre. Vive en sus hijos, tres de ellos militares, y en los relatos que aún se cuentan en voz baja, como quien guarda un secreto sagrado.
Desde esta memoria familiar, desde la sangre que también lleva el apellido Rubio, escribo estas líneas como homenaje. Porque no se trata solo de recordar al General. Se trata de entender que su vida fue una batalla contra el olvido, donde aún las grandes mayorías de peruanos continúan postrados y su muerte, una herida que aún sangra en la historia del Perú.
Rafael Hoyos Rubio no fue solo un militar, fue un relámpago en la tormenta. Un caballo negro llamado Azabache galopando hacia la dignidad. Un hombre que incomodó a los corruptos, y por eso, lo hicieron caer. Pero no lo borraron.
Porque los hombres como él no mueren. Se convierten en legado, pues como diría Albert Einstein: "Nosotros, los mortales, logramos la inmortalidad en las cosas que creamos en común y que quedan después de nosotros".
Crónica editorial desde la memoria de Jorge Carrión Rubio

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